martes, 20 de septiembre de 2011

EL VESTIDO DE TOREAR


Por: Paco Tijerina

El traje de luces mantiene, hasta nuestros días, muchos y muy grandes significados, tanto para los públicos, como para quienes tienen el honor de alguna vez portarlo.
Derecho reservado a muy contados seres humanos, el ataviarse de príncipe en pleno siglo XXI con coloridas sedas y brillantes adornos en un ajustadísimo ajuar, guarda ante todo la simbología del valor extremo para enfrentar en el ruedo a los toros.
Enfundarse en ese mágico traje sólo equiparable con las prendas litúrgicas, conlleva una alta mezcla de emociones: valor y miedo, arrogancia y porte, ilusión y responsabilidad.
¿Quién no se embelesa al disfrutar de los delicados bordados, del brillo de su pedrería, del fino detalle de los alamares o de la cuajada morilla?
Todos los trajes de torero tienen una historia propia e irrepetible, como para los toreros sus trajes guardan recuerdos, ya buenos, ya malos, ya supersticiones o cábalas. La figura más consagrada del mundo puede haber adquirido y portado decenas de vestidos, pero siempre recordará con afecto el primero, aquel que también tuvo su historia, que fue de alguna figura y fue pasando de mano en mano hasta llegar a las suyas para por primera vez llegar a una plaza y enfrentarse con el destino.
De igual manera para muchos diestros su primer vestido "de la aguja", ese que significó el sueño de ir a tomarse medidas y escoger el color y el bordado, así como ajustarlo antes del estreno, son prendas de un altísimo valor sentimental; el traje de la alternativa o de la despedida, son piezas que se quedan para  la posteridad por todo lo que encierran.
Vestirse de héroe, con llamativos colores y portar una capa, tiene ante todo una altísima responsabilidad. Cualquier se humano con posibilidades económicas puede tener la osadía de adquirir un traje de torero y alguna vez, con morbo, enfundarse en él; los vestidos de torear son mágicos, pues tan pronto siente la presión del punto apretar los muslos, la fuerza de los machos ceñirse en las pantorrillas, el chaleco que aprisiona el abdomen y el peso de la chaquetilla sobre los hombros, la actitud corporal se transforma y te conviertes en otro.
El traje de torero merece, hoy y siempre, un profundo respeto por su significado y su historia, por esos seres humanos que antes lo han portado con dignidad y orgullo y por la responsabilidad que implica el mantener viva una milenaria tradición. Ya en un guardarropa, ya en una vitrina para admirarlo, ya en una silla a la espera de la hora en que deba vestirse su dueño, el vestido de luces conlleva en cada centímetro un girón de la vida de muchísimas personas, maestros, costureras, toreros, apoderados, subalternos y hasta de los públicos que en ellos vieron las hazañas de un torero.
Pieza única, ni el más grande y famoso modista es capaz de igualar la belleza y porte que tiene un traje de torear, esa vestimenta que a pesar de haber transcurrido siglos desde su aparición, sigue deslumbrando tarde a tarde a los públicos, cuando al sonar el clarín se abre la puerta de cuadrillas y bajo el sol resplandeciente aparece en la arena... ¡Un Torero!.

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