martes, 19 de febrero de 2013

La belleza inmutable del toreo

Morante en "La Macarena". Foto: Andrés Rivera













Es poco frecuente llorar dos veces en un día; llorar de emoción, de emoción pura ante la verdad de la belleza. Pues bien, eso me pasó hoy en Medellín, a la que fuimos para ver a José Antonio Morante de la Puebla.

Advierto que me voy a extender en esta nota. Llevo tiempo queriendo ser breve al relatar corridas de toros. Esta vez no será posible.
Este 16 de febrero apareció cuando menos dos veces la belleza alada del toreo. La primera fue de mañana, en el Museo de Antioquia, al recorrer las últimas salas del pabellón Fernando Botero. En ellas están algunas de las obras de su serie La corrida. Muchas me conmovieron hasta las lágrimas, pero sobre todo dos. La primera, “El quite” (1988), de 209 x 291 cm, y la segunda, algo más pequeña, “El natural”, de la que, imperdonablemente, olvidé anotar la ficha técnica.
Muy poco sé de artes plásticas, pero creo que conmoverse con el arte no requiere de mucho conocimiento técnico, sino de sensibilidad. Lo que me conmueve de la tauromaquia de Botero es la luz, el color, la imponencia de los protagonistas, pero sobre todo el movimiento. 

"El quite", Fernando Botero

En “El quite”, un descomunal toro castaño ha tumbado al picador y va con decisión hacia él, rozándole la mejilla con el hocico; el caballo, a medio caer, levanta espantado la cabeza; contra las tablas, matador y subalterno intentan quitar al toro. Curiosamente, el toro está banderilleado. Como sea, para mí lo conmovedor es el movimiento impetuoso del toro, que alcanza a salir del lienzo.


"Natural", Fernando Botero

La escena de “El natural” se desarrolla en un espacio minúsculo de una plaza diminuta, gracias al efecto de la perspectiva. Aparece un matador, verde esmeralda y oro, abierto el compás, embarcando al toro en la muleta. Este no humilla, pero termina sucumbiendo ante el poderoso brazo izquierdo del torero, que acompaña el viaje con un movimiento de cabeza. 

Observé el cuadro largos minutos y sólo podía sentir la belleza. inmutable del toreo, que es lo más bello que existe. Y me puse a llorar.
La segunda vez que lloré hoy fue en condiciones más adversas y, por eso, más valiosas. Serían ya las 4:50 de la tarde y estábamos en la extraña plaza La Macarena, con su armazón de coliseo polideportivo, coronada por una cercha metálica blanca que se entreabre en tardes de toros para que chorree algo de sol en los tercios y en algún tendido bajo. “Decoraba” el ruedo un enorme escudo del club de fútbol Deportivo Independiente Medellín; horrible, no por el escudo en sí, sino por lo absurdo de su aparición en tal contexto. La “razón”: los cien años del mencionado club. El gesto es tan inadecuado como si a la noche hubieran pintado una gigantesca imagen del papa Benedicto XVI con spray blanco sobre la grama del estadio Atanasio Girardot, con ocasión de su anunciada renuncia, para que la pisotearan luego los futbolistas del Nacional.
La secuencia temporal se hace trizas ahora, al recordar esta tarde de mucho torero y poco toro. Por eso, la crónica que sigue no es tal, sino una modestísima versión de “vanguardismo”. 
Un poco más de media plaza había recibido ya a Morante puesta en pie, al inicio del paseíllo; ya había obligado a la terna a saludar desde el tercio, antes de salir el primero de este deslucido encierro de Ernesto Gutiérrez, escaso de fuerza, de presentación y de casta. 

Manrique y el toro bravo. Foto: Andrés Rivera

Ya había estado técnico Pepe Manrique, dejando su experiencia en la arena ante su primero, soso hasta la bobería. Luego habríamos de verlo “desconstruir” una buena faena con el único toro bravo del encierro (el cuarto, “Flor de Loto”, de 453 K, bizco del derecho, enmorrillado y bajo de manos), al que El Piña le puso un excelente par de banderillas, delanterito, apretado en lo alto. Manrique aprovechó la embestida del toro en las primeras tandas, pero fue perdiendo el sitio y la faena languidecía para terminar muy triste, tras estocada y seis intentos de descabello. Aplaudimos a “Flor de Loto” durante su merecida vuelta al ruedo, en la que le llovieron claveles. 

Castella por derecha. Foto: Andrés Rivera

“La Macarena” se entregaría al toreo técnico de Sebastián Castella ante un bonachón tercero de la tarde (“Joropo”, 476 K, alto de manos y anovillado) que se dejó hacer todo, hasta cortarse las orejas. Medellín adora a Castella de manera tal que lo arroparon con caricias en el último de la tarde, descastado y cobarde, pegado a las tablas, medroso y frío.
Pero volvamos a las lágrimas emocionadas. Digo que ya habíamos aguantado los carteles publicitarios entre toro y en el centro del ruedo, el interminable arreglo de la arena por parte de los monosabios y el aparatoso anuncio del segundo de la corrida, “Paellero”, un cornidelantero y astinegro de 468 K que salió al ruedo a las 4:40 de la tarde y que pronto dejó ver su condición: débil, distraído, descastado. Los presagios, pésimos: Morante, torero de trance, desdeñaría al toro.
Pero se dobló con él en lances pedagógicos y luego nos deleitó con tres chicuelinas que fueron un baile enamorado; desligadas, por supuesto, pero suntuosas: el lance que se dibuja mucho antes de que el toro se embarque, porque no puede más de amor ante los vuelos del capote. 
A “Paellero” le sentó muy bien la vara fuerte que recibió en el caballo. Llegó a la muleta con más plomo en la embestida. Nunca humilló, pero el mando y la porfía de un Morante con ganas lo condujeron a cinco derechazos con humildad templada, infinita, la barbilla pegada al pecho y la piel de gallina en los tendidos. 

Morante y el natural. Foto: Andrés Rivera

Luego, una tanda de cinco naturales. Al tercero, se reprodujo, etéreo y sólido a un tiempo, el pase que había visto a la mañana en el cuadro de Botero: un matador, verde esmeralda y oro, abierto el compás, la mano derecha empuñando la espada, lleva al toro embarcado en la muleta. Este no acaba de humillar, pero sucumbe ante el poder del brazo izquierdo del torero, que acompaña el viaje con un movimiento de cabeza. Y se me salieron las lágrimas.
Estallé de emoción, yo que no soy dado a arrebatos, cuando, después una entera trasera y perpendicular sin muerte, Morante pidió el descabello. Tras cuadrarse, el toro se arrancó de pronto. Vino un segundo de lamento y, al instante siguiente, la delicia al constatar que lo había “cazado” en pleno envite, derrumbándolo en la raya mayor del tercio. Una oreja. Mis vecinos “castellistas” censuraron a la presidencia. A mí se me daba un higo su opinión. Yo estaba llorando, llorando de emoción pura ante la presencia inmutable de la belleza del toreo, que es lo más bello que existe, mientras abrazaba a nuestros amigos de Medellín, Alina y César.

Morante y la verónica. Foto: Andrés Rivera

Para rematar, el quinto, el peor del encierro. Se llamó “Poderoso”, pero el del poder fue el torero, que le enseñó a embestir con paciencia y con ayuda de su peón de confianza. Ante la impaciencia de los tendidos, nos regaló una verónica como para Botero: la barbilla hundida en el pecho, las manos lentas y bajas, ese brazo izquierdo que se deja absorber por el círculo de arena.
El “Poderoso”, infame de manso; Morante, poderosísimo, como se dice que casi nunca es. Relajado por una derecha suave y lenta, de postre dulce que se deslíe en el paladar. Y por izquierda, ese segundo natural de ya no sé qué tanda, enorme, firme, recio.

Morante y el triunfo. Foto: Andrés Rivera

Persiguió el de La Puebla al toro por el ruedo, para matar recibiendo con una entera algo caída. “Poderoso” está muerto en pie y Morante pide la puntilla. No es un error: Morante pide la puntilla. Y muere el toro por la puntilla de Morante. Y yo morí de amor ante tanta belleza
De colofón, lo vemos salir en hombros, junto a Castella. Diana, mi esposa, persigue a Morante hasta la furgoneta que lo llevará al hotel. En medio del barullo, el de La Puebla le extiende la mano izquierda. Ella la toca. En el taxi, de camino al aeropuerto, ella llora. Llora de emoción, de emoción pura y verdadera ante la belleza inmutable del toreo, que es lo más bello que existe.



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